Hay productos cuyo mercado está tan tremendamente saturado y con una competencia tan potente que llega un momento donde cualquier opción resulta (casi) ser igual de buena.
El de los vinos es uno de esos mercados. Competidores a nivel mundial, pero normalmente con propiedades diferenciadoras bastante pequeñas, salvo para el consumidor experto. ¿Cómo posicionarse en un panorama como éste?
Cuando precio y distribución no son suficientes.
Los vinos han llegado a un nivel de especialización en una franja de precios tan relativamente pequeña (pongamos entre 5 y 15 euros) que propicia una variedad de alternativas con opciones bastante plausibles para el consumidor no demasiado exigente.
Una situación, por tanto, en la que el producto no tiene suficiente peso para decidir una compra, al igual que el precio. Aquí las famosas 4 Ps de McCarthy (Producto, Precio, publicidad y distribución -placement-) se reducen casi a una-dos (producto y publicidad), y ambas, con un margen de maniobra bastante limitado.
P de “producto”. Pero en realidad, p de “packaging”
Y entonces te encuentras en el pasillo de vinos del supermercado con una gama tremendamente amplia de todo tipo de vinos, con precios no demasiado diferentes y te preguntas: ¿cuál me llevo?
Salvo que seas un entendido en la materia, no es de extrañar que te suene igual de bueno un rosado de Chile que otro australiano o uno de la mismísima Ribera de Duero. Con el añadido de que la diferencia de precios no sea de poco más de 10€, si no probablemente menos.
Con este panorama, las opciones de posicionamiento se reducen aún más. ¿Qué hacer? Pues tirar de lo que te queda: el aspecto del producto.
A medio camino entre marketing y arte
He de confesar que no tengo ninguna idea sobre vinos. Salvo la “trinidad” tinto-rosado-blanco y el par de regiones de Ribera de Duero y La Rioja, mis conocimientos vinícolas se acaban ahí.
Reconocer la diferencia entre un reserva y un gran reserva, uno francés y otro italiano, entre un cava sec o brut, son cosas que se escapan al conocimiento de muchos, entre los que me incluyo.
Total, que en esta situación de similitud de la oferta, terminas tirando de lo más prosaico: la etiqueta.
Obras de arte “prêt-à-beber“
Permitidme la licencia francófono-española, pero algunos de los siguientes ejemplos son francamente bonitos y originales. De esas veces en las que “te da pena abrir la botella, de lo bonita que es”.
Comencemos:
Este otro ejemplo, un vino tinto de la región de Toro, en Zamora (España), tiene un origen creativo bastante “lingüístico”. El viticultor explicó a la empresa de diseño que se trataba de un vino “pleno”, el mismo término que -en español- se usa para decir que has derribado todos los bolos en tu turno. De ahí al diseño del packaging y al nombre del vino –Strike– solo había un paso.
El siguiente ejemplo tiene un origen que bien valdría para el guión de una película. Aparte de considerar la etiqueta francamente bonita, la idea de incluir toros tiene su por qué. Los productores, la familia Radica, son apodados “Los Toros“, debido a un ancestro que, durante la Primera Guerra Mundial tuvo un toro -el único macho de la zona- que ayudaba en las tareas del campo. Así, hasta los últimos años de su vida, cuando fue vendido para poder comprarse unos viñedos. Curioso, ¿no?
A continuación, algunos ejemplos más (podría haber miles de ellos) particularmente llamativos y que, bien seguro, te llamarían la atención en un lineal de supermercado.
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